Por: José DelCarmen Palacios Ibargüen.
-Compadre ya es hora- escuchó Arcadio
-¿De qué?- preguntó
-Todo el pueblo va pa’ la misa- respondió la voz en el patio.
-¿Y a qué?-
- A qué más compa, pues a buscar a Dios-
-No pierda su tiempo. Ellos se fueron hace mucho de este pueblo- contestó Arcadio.
-¿Ellos? ¿Quiénes?- preguntó su interlocutor
- Pues quién más compadre, sino Dios, Dios y el gobierno, y quizás hasta el diablo. Aquí sólo nos quedamos nosotros compa, y eso porque ya estamos muertos, con la diferencia de que todavía llevamos los ojos abiertos.
Sentado impasible en su mecedora de guayacán, mientras sorbía de su pipa de chanó labrado, espesas bocanadas de humo que soltaba con presteza por boca y nariz, Arcadio vio a través del humo y de las enormes rendijas de su misérrimo rancho, cómo desapareció el hilo de personas arrastrando sus pasos hacia la iglesia.
Cuando ya no pudo escuchar más los pasos, plantó sus amplísimos pies descalzos en la tierra húmeda del piso y dio la vuelta hacia la parte de atrás de la casa desprovista de divisiones. Debió haberse acordado de su difunta esposa, cuando se arrebató violentamente de la boca la pipa, y soltó un suspiro tan hondo y limpio que pareció desgarrarle de tajo el alma.
-Tanto labrar la tierra para que te tragara- dijo como si no estuviera solo. La noche lo sorprendió repitiéndose lo mismo, como si esas palabras lavaran su alma de alguna culpa.
Cuando Custodio cruzó el umbral de la puerta pudo distinguir en la penumbra, la todavía imponente figura de su compadre, recostado al marco vertical de la puerta, con la cabeza apretada entre su propio hombro y el quicio, silbando entre las densas bocanadas, un alabao cuyas notas salían mezcladas con el humo.
-¿Qué hace compa? Dijo Custodio, más que como una simple pregunta, como un saludo.
-Nada compa, viendo nada más la mancha del tiempo en el cielo, que pasa dejando sobre mí sus despojos, ¡Y no me lleva!- exclamó Arcadio.
-Aquí le traigo estas velas pa’ que no esté a oscuras- dijo Custodio.
-Yo vivo a oscuras- respondió Arcadio.
Custodio, que era el único que se preocupaba por él desde la muerte de su esposa Remedios, dio la vuelta y puso las dos velas, un encendedor de piedra, dos gajos de plátano verde, tres yucas, pan, queso y media libra de panela casera envuelta en hojas secas de plátano, sobre un taburete en la mitad de la casa.
–Dios obra en formas misteriosas- dijo Custodio antes de abandonar la casa.
–Ya sé, compadre. Ya sé- respondió Arcadio sin voltearse. Nada supieron el uno del otro hasta la mañana del siguiente domingo.
-Remedios murió un domingo como éste- decía Arcadio recordando a su esposa, sentado como siempre, en la silla de guayacán, en medio de la casa con el piso de barro todavía húmedo por el tempestuoso aguacero de la noche anterior. -En la madrugada todavía caía una lluvia menuda que entristecía el canto de los pájaros y estremecía al día y a los árboles- continuó
–No vayas para el monte hoy- le dije, el día está muy frío y eso afectará tu reuma, pero ella no me escuchó. Decía que como yo estaba postrado, alguien tenía que sobar el pan de cada día.
– ¡Esos hijos míos son una mierda!- se quejaba Remedios, desde que soltaron la teta, se olvidaron de papá y mamá.
Después de limpiarme y emplastarme con anamú la pata que me había mordido la platanito, me dio el bebedizo de yerbas amargas pa la fiebre y la frialdad, después agarró la batea, echó los dos cachos de madera que le servían para arrancarle el alma a la tierra y el totumo del oro. Se colgó el almocafre de un lado de la cintura y la peinilla del otro, se envolvió la cabeza con una pañoleta negra y se montó la batea. Dijo que cuando saliera de la quebrada iba a pasar por el colino por unos dos gajos de plátano, así no estuviera jecho el racimo. Que el compadre Custodio le había prometido unos hijos de yuca pa que los sembrara, pero que mejor nos los comíamos. Porque de aquí a que crecieran nos moriríamos de hambre. Se tomó un solo sorbo de café amargo, me miró con esos ojos ya vencidos por el tiempo, como cuando un cristiano está que no puede más del sueño y salió. Yo todavía la estoy esperando, ella siempre llegaba después de las seis y entraba maliciosa por la puerta de atrás. Terminó diciendo.
Arcadio se quedó en silencio, no como en esos silencios sordos en que creemos que descansa el pensamiento, sino como que le cediera la palabra a alguien más.
-Vine a ver cómo estaba- saludó Custodio.
-Como siempre compa, cansado de los días que se amontonan todos en la misma forma y en la misma esquina- Respondió Arcadio.
- Sí, como siempre compa. Como siempre- dijo Custodio con una sonrisa de resignación.
- Y usted como siempre, pa la misa- dijo Arcadio.
-Es deber de todo cristiano- respondió el otro, -Pero invíteme a un café primero- prosiguió.
-Sí, pero está frío, aquí no hay nada caliente- dijo Arcadio.
-Ay compadre, deje que lo muertos se vayan- dijo Custodio, como si adivinara el origen de su pena.
-Tengo viche- dijo Arcadio. -¿Se le apetece un traguito?- añadió.
-Pero si con eso le cambio el día, yo lo acompaño a uno no más, antes de que empiece el sermón- aclaró.
Custodio se tomó el primer trago de viche que le supo a mierda y le hizo estremecer hasta el último hueso, parado frente al compadre, (tenía la firme intención de llegar a misa antes que el padre empezara el sermón). El compadre inició a charlar de cosas sin importancia, a Custodio le pareció raro que él estuviera tan charlador y pensó que su compadre había estado tomando desde temprano y los tragos se le habían subido a la cabeza, entonces como por no hacerle un desaire y dejarle con la palabra en la boca, jaló un taburete y se sentó callado a escuchar al compadre que parecía haber olvidado su presencia, y seguía soltando historias que se cruzaban entre sí, sin sentido.
Afuera las gotas de lluvia empezaron a caer más gruesas y con más violencia. Custodio calculó que ya había empezado el sermón, así que tomó la botella de viche y sirvió dos tragos más. -No hay un alma en la calle- dijo, estirando la mano para alcanzarle el trago a su compadre.
-No, todo el mundo está en la misa- respondió el otro.
-Además este aguacerito cuando moja la ropa es más molesto que la mierda de la golondrina- dijo Arcadio. Custodio respondió con una sonrisa mientras levantaba la copa. -Yo creo que más bien me quedo- dijo después.
-Fíjese usted, y yo que pensaba acompañarlo- dijo custodio riendo.
-Pues yo no esperé oír eso hasta el día de su entierro- respondió custodio también riendo.
-Y ya que usted se queda, así será compa- dijo Arcadio todavía riendo.
De pronto los arropó un silencio agudo, más oscuro y más denso que de costumbre, como un silencio de plomo, hasta la lluvia se quedó callada por un instante. La brisa que azotaba al pueblo era seca a pesar de la mollina, ya no hacían caer las gotas con violencia. El barro húmedo del piso pareció tragarse por un instante, los pies descalzos de los compadres, y ellos mismos fueron parte del silencio.
Arcadio no entendió porqué pensó en la iglesia, en el odioso cura ofreciendo la ostia como obligando a los fieles a tragarse sus propios pecados nocturnos, pensó en su compadre Custodio, sentado esperándolo por siempre, impasible en la mecedora de guayacán donde él estaba sentado en ese mismo instante, como si viera un retrato suyo, entonces pensó en su amada Remedios esperándolo en la iglesia, sentada en las primeras filas sin mirar al cura, con la cabeza enrollada en su pañoleta negra, cargando sobre ella su batea con los dos cachos y el totumo del oro, con el almocafre en su mano izquierda apoyado contra el piso, la peinilla aún en la cintura y los hijos de yuca y tres gajos de plátano aún sin jechar, sobre sus pies. De pronto, Arcadio como impulsado por una extraña fuerza, como si arrebatara sus enraizados pies al húmedo piso, salió corriendo despavorido hacia la Iglesia gritando suplicante entre gritos y sollozos, que lo esperaran.
Custodio sin intentar entender nada, como en una suerte de compromiso íntimo, se levantó del desquiciado banquillo en el que estaba y se sentó en la silla de guayacán donde estaba antes el compadre. Fue hasta entonces cuando sonaron los primeros estallidos provenientes de la iglesia, luego un galopar de botas que estremecía el suelo, después la incesante pedorreta de las metrallas que se alternaban con los fuertes estallidos de las pipetas y los gritos despavoridos de la gente que no encontró escapatoria. Y se quedó sentado en la silla de guayacán de la que solo se levanta de cuando en cuando, y se para en la puerta trasera de la casa, con la cabeza apoyada entre el poste vertical y el quicio de la puerta, esperando que la mancha del tiempo pase y se acuerde de llevarse sus despojos y repitiéndose como para castigarse: ¡Dios obra en formas misteriosas!
-Compadre ya es hora- escuchó Arcadio
-¿De qué?- preguntó
-Todo el pueblo va pa’ la misa- respondió la voz en el patio.
-¿Y a qué?-
- A qué más compa, pues a buscar a Dios-
-No pierda su tiempo. Ellos se fueron hace mucho de este pueblo- contestó Arcadio.
-¿Ellos? ¿Quiénes?- preguntó su interlocutor
- Pues quién más compadre, sino Dios, Dios y el gobierno, y quizás hasta el diablo. Aquí sólo nos quedamos nosotros compa, y eso porque ya estamos muertos, con la diferencia de que todavía llevamos los ojos abiertos.
Sentado impasible en su mecedora de guayacán, mientras sorbía de su pipa de chanó labrado, espesas bocanadas de humo que soltaba con presteza por boca y nariz, Arcadio vio a través del humo y de las enormes rendijas de su misérrimo rancho, cómo desapareció el hilo de personas arrastrando sus pasos hacia la iglesia.
Cuando ya no pudo escuchar más los pasos, plantó sus amplísimos pies descalzos en la tierra húmeda del piso y dio la vuelta hacia la parte de atrás de la casa desprovista de divisiones. Debió haberse acordado de su difunta esposa, cuando se arrebató violentamente de la boca la pipa, y soltó un suspiro tan hondo y limpio que pareció desgarrarle de tajo el alma.
-Tanto labrar la tierra para que te tragara- dijo como si no estuviera solo. La noche lo sorprendió repitiéndose lo mismo, como si esas palabras lavaran su alma de alguna culpa.
Cuando Custodio cruzó el umbral de la puerta pudo distinguir en la penumbra, la todavía imponente figura de su compadre, recostado al marco vertical de la puerta, con la cabeza apretada entre su propio hombro y el quicio, silbando entre las densas bocanadas, un alabao cuyas notas salían mezcladas con el humo.
-¿Qué hace compa? Dijo Custodio, más que como una simple pregunta, como un saludo.
-Nada compa, viendo nada más la mancha del tiempo en el cielo, que pasa dejando sobre mí sus despojos, ¡Y no me lleva!- exclamó Arcadio.
-Aquí le traigo estas velas pa’ que no esté a oscuras- dijo Custodio.
-Yo vivo a oscuras- respondió Arcadio.
Custodio, que era el único que se preocupaba por él desde la muerte de su esposa Remedios, dio la vuelta y puso las dos velas, un encendedor de piedra, dos gajos de plátano verde, tres yucas, pan, queso y media libra de panela casera envuelta en hojas secas de plátano, sobre un taburete en la mitad de la casa.
–Dios obra en formas misteriosas- dijo Custodio antes de abandonar la casa.
–Ya sé, compadre. Ya sé- respondió Arcadio sin voltearse. Nada supieron el uno del otro hasta la mañana del siguiente domingo.
-Remedios murió un domingo como éste- decía Arcadio recordando a su esposa, sentado como siempre, en la silla de guayacán, en medio de la casa con el piso de barro todavía húmedo por el tempestuoso aguacero de la noche anterior. -En la madrugada todavía caía una lluvia menuda que entristecía el canto de los pájaros y estremecía al día y a los árboles- continuó
–No vayas para el monte hoy- le dije, el día está muy frío y eso afectará tu reuma, pero ella no me escuchó. Decía que como yo estaba postrado, alguien tenía que sobar el pan de cada día.
– ¡Esos hijos míos son una mierda!- se quejaba Remedios, desde que soltaron la teta, se olvidaron de papá y mamá.
Después de limpiarme y emplastarme con anamú la pata que me había mordido la platanito, me dio el bebedizo de yerbas amargas pa la fiebre y la frialdad, después agarró la batea, echó los dos cachos de madera que le servían para arrancarle el alma a la tierra y el totumo del oro. Se colgó el almocafre de un lado de la cintura y la peinilla del otro, se envolvió la cabeza con una pañoleta negra y se montó la batea. Dijo que cuando saliera de la quebrada iba a pasar por el colino por unos dos gajos de plátano, así no estuviera jecho el racimo. Que el compadre Custodio le había prometido unos hijos de yuca pa que los sembrara, pero que mejor nos los comíamos. Porque de aquí a que crecieran nos moriríamos de hambre. Se tomó un solo sorbo de café amargo, me miró con esos ojos ya vencidos por el tiempo, como cuando un cristiano está que no puede más del sueño y salió. Yo todavía la estoy esperando, ella siempre llegaba después de las seis y entraba maliciosa por la puerta de atrás. Terminó diciendo.
Arcadio se quedó en silencio, no como en esos silencios sordos en que creemos que descansa el pensamiento, sino como que le cediera la palabra a alguien más.
-Vine a ver cómo estaba- saludó Custodio.
-Como siempre compa, cansado de los días que se amontonan todos en la misma forma y en la misma esquina- Respondió Arcadio.
- Sí, como siempre compa. Como siempre- dijo Custodio con una sonrisa de resignación.
- Y usted como siempre, pa la misa- dijo Arcadio.
-Es deber de todo cristiano- respondió el otro, -Pero invíteme a un café primero- prosiguió.
-Sí, pero está frío, aquí no hay nada caliente- dijo Arcadio.
-Ay compadre, deje que lo muertos se vayan- dijo Custodio, como si adivinara el origen de su pena.
-Tengo viche- dijo Arcadio. -¿Se le apetece un traguito?- añadió.
-Pero si con eso le cambio el día, yo lo acompaño a uno no más, antes de que empiece el sermón- aclaró.
Custodio se tomó el primer trago de viche que le supo a mierda y le hizo estremecer hasta el último hueso, parado frente al compadre, (tenía la firme intención de llegar a misa antes que el padre empezara el sermón). El compadre inició a charlar de cosas sin importancia, a Custodio le pareció raro que él estuviera tan charlador y pensó que su compadre había estado tomando desde temprano y los tragos se le habían subido a la cabeza, entonces como por no hacerle un desaire y dejarle con la palabra en la boca, jaló un taburete y se sentó callado a escuchar al compadre que parecía haber olvidado su presencia, y seguía soltando historias que se cruzaban entre sí, sin sentido.
Afuera las gotas de lluvia empezaron a caer más gruesas y con más violencia. Custodio calculó que ya había empezado el sermón, así que tomó la botella de viche y sirvió dos tragos más. -No hay un alma en la calle- dijo, estirando la mano para alcanzarle el trago a su compadre.
-No, todo el mundo está en la misa- respondió el otro.
-Además este aguacerito cuando moja la ropa es más molesto que la mierda de la golondrina- dijo Arcadio. Custodio respondió con una sonrisa mientras levantaba la copa. -Yo creo que más bien me quedo- dijo después.
-Fíjese usted, y yo que pensaba acompañarlo- dijo custodio riendo.
-Pues yo no esperé oír eso hasta el día de su entierro- respondió custodio también riendo.
-Y ya que usted se queda, así será compa- dijo Arcadio todavía riendo.
De pronto los arropó un silencio agudo, más oscuro y más denso que de costumbre, como un silencio de plomo, hasta la lluvia se quedó callada por un instante. La brisa que azotaba al pueblo era seca a pesar de la mollina, ya no hacían caer las gotas con violencia. El barro húmedo del piso pareció tragarse por un instante, los pies descalzos de los compadres, y ellos mismos fueron parte del silencio.
Arcadio no entendió porqué pensó en la iglesia, en el odioso cura ofreciendo la ostia como obligando a los fieles a tragarse sus propios pecados nocturnos, pensó en su compadre Custodio, sentado esperándolo por siempre, impasible en la mecedora de guayacán donde él estaba sentado en ese mismo instante, como si viera un retrato suyo, entonces pensó en su amada Remedios esperándolo en la iglesia, sentada en las primeras filas sin mirar al cura, con la cabeza enrollada en su pañoleta negra, cargando sobre ella su batea con los dos cachos y el totumo del oro, con el almocafre en su mano izquierda apoyado contra el piso, la peinilla aún en la cintura y los hijos de yuca y tres gajos de plátano aún sin jechar, sobre sus pies. De pronto, Arcadio como impulsado por una extraña fuerza, como si arrebatara sus enraizados pies al húmedo piso, salió corriendo despavorido hacia la Iglesia gritando suplicante entre gritos y sollozos, que lo esperaran.
Custodio sin intentar entender nada, como en una suerte de compromiso íntimo, se levantó del desquiciado banquillo en el que estaba y se sentó en la silla de guayacán donde estaba antes el compadre. Fue hasta entonces cuando sonaron los primeros estallidos provenientes de la iglesia, luego un galopar de botas que estremecía el suelo, después la incesante pedorreta de las metrallas que se alternaban con los fuertes estallidos de las pipetas y los gritos despavoridos de la gente que no encontró escapatoria. Y se quedó sentado en la silla de guayacán de la que solo se levanta de cuando en cuando, y se para en la puerta trasera de la casa, con la cabeza apoyada entre el poste vertical y el quicio de la puerta, esperando que la mancha del tiempo pase y se acuerde de llevarse sus despojos y repitiéndose como para castigarse: ¡Dios obra en formas misteriosas!
muy buena la historia de arcadio, custodio sobre q fueron a la misa muy buena
ResponderEliminarsebastian londoño 7-2
Muy Buena Historia, interesante y para reflexionar.
ResponderEliminarAndres Otalvaro